Supongo que es una sensación universal: cuando eres pequeño, los años se suceden mucho más lentos y, a medida que creces, el tiempo se acelera. Al menos así lo siento hoy, diez años después del atentado del 11-S en el World Trade Center. De 2001 a 2011 el tiempo parece haberse acortado, comprimido, acelerado. Los recuerdos están más frescos y todavía no adquieren ese tono amarillento, borroso y nostálgico de la niñez. Lo vivido desde entonces, durante estos diez años, todavía sigue siendo cosa del presente; algo actual, reciente. Con 14 años -los que tenía yo aquel horrible 11-S- pensar en la década anterior era remontarse a tiempos casi ancestrales, que se sumergían en la más primaria infancia hasta perderse de vista. La comunión de mi hermana, las Olimpíadas de Barcelona, la muerte de mi abuela, los regalos de Reyes Magos... Eran algo muy lejano y borroso. Sin embargo, ahora pienso en 2001 y lo siento mucho más cerca y vívido.
Como siempre que sucede algo importante, recuerdo prácticamente todo aquel 11-S. Pocos días antes de comenzar 3º de ESO, aprovechando los últimos días de sueño hasta las tantas, desde mi habitación escuché a mi padre y mi hermana comentando las últimas noticias de la tele, desde la que la voz de Matías Prats relataba algo con su característico tono de sorpresa. Según mi padre, una avioneta se había estrellado contra una de las Torres Gemelas. Después vino aquella frase: "un segundo avión". No era casualidad. A partir de ahí, durante todo el día, la televisión fue una ventana al mundo gracias a la cual todos éramos Nueva York. Para que luego la critiquen. En mi memoria quedan aquellos informativos eternos, sin publicidad, en los que Àngels Barceló, Matías Prats, Ana Blanco y otros periodistas demostraron lo grande que puede ser el periodismo y lo grandes que son ellos mismos. Sin apenas nuevos datos, sólo con las terribles imágenes de las Torres derrumbándose, el Pentágono en llamas y el avión de Pennsylvania estrellado, fueron capaces de mantenerse delante de una cámara sin dejar de hablar ni un minuto.
Lo que vino después, todos lo sabemos. Muertes, culpables, sed de venganza y dolor, mucho dolor. No sé los demás -EEUU siempre ha tenido muchos detractores- pero durante aquel día tuve la impresión de que, al ver el dolor de los estadounidenses, todo el mundo -al menos Occidente- éramos un poquito norteamericanos. Al menos yo, sentía aquel ataque como un ataque a nosotros mismos, a Europa, a España y a ese mundo surgido de la Ilustración, la Revolución francesa, la Revolución norteamericana, las dos Guerras Mundiales, la Guerra Fría y la paz actual (entre nosotros). Una ofensa a nuestros valores -buenos o no, pero nuestros- y nuestra civilización. Y a nuestros conciudadanos.
Seguramente será por mi anglosajonfilia (no sé si existe ese término) y mi admiración por Estados Unidos -posiblemente consecuencia del imperialismo cultural al que nos han sometido desde hace décadas, pero al fin y al cabo, los admiro-, cada vez que veo las imágenes de las Torres cayendo y los ciudadanos gritando, se me encoge el estómago como lo hacía en 2001.
Quién nos iba a decir a nosotros, españoles, alejados de este tipo de sucesos internacionales, que sólo tres años y medio después, Madrid sentiría el dolor en sus propias entrañas.
Como siempre que sucede algo importante, recuerdo prácticamente todo aquel 11-S. Pocos días antes de comenzar 3º de ESO, aprovechando los últimos días de sueño hasta las tantas, desde mi habitación escuché a mi padre y mi hermana comentando las últimas noticias de la tele, desde la que la voz de Matías Prats relataba algo con su característico tono de sorpresa. Según mi padre, una avioneta se había estrellado contra una de las Torres Gemelas. Después vino aquella frase: "un segundo avión". No era casualidad. A partir de ahí, durante todo el día, la televisión fue una ventana al mundo gracias a la cual todos éramos Nueva York. Para que luego la critiquen. En mi memoria quedan aquellos informativos eternos, sin publicidad, en los que Àngels Barceló, Matías Prats, Ana Blanco y otros periodistas demostraron lo grande que puede ser el periodismo y lo grandes que son ellos mismos. Sin apenas nuevos datos, sólo con las terribles imágenes de las Torres derrumbándose, el Pentágono en llamas y el avión de Pennsylvania estrellado, fueron capaces de mantenerse delante de una cámara sin dejar de hablar ni un minuto.
Lo que vino después, todos lo sabemos. Muertes, culpables, sed de venganza y dolor, mucho dolor. No sé los demás -EEUU siempre ha tenido muchos detractores- pero durante aquel día tuve la impresión de que, al ver el dolor de los estadounidenses, todo el mundo -al menos Occidente- éramos un poquito norteamericanos. Al menos yo, sentía aquel ataque como un ataque a nosotros mismos, a Europa, a España y a ese mundo surgido de la Ilustración, la Revolución francesa, la Revolución norteamericana, las dos Guerras Mundiales, la Guerra Fría y la paz actual (entre nosotros). Una ofensa a nuestros valores -buenos o no, pero nuestros- y nuestra civilización. Y a nuestros conciudadanos.
Seguramente será por mi anglosajonfilia (no sé si existe ese término) y mi admiración por Estados Unidos -posiblemente consecuencia del imperialismo cultural al que nos han sometido desde hace décadas, pero al fin y al cabo, los admiro-, cada vez que veo las imágenes de las Torres cayendo y los ciudadanos gritando, se me encoge el estómago como lo hacía en 2001.
Quién nos iba a decir a nosotros, españoles, alejados de este tipo de sucesos internacionales, que sólo tres años y medio después, Madrid sentiría el dolor en sus propias entrañas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario