“Si sufrimos es porque estamos vivos”. Eso me dijo una amiga,
con más razón que una santa, en uno de esos días oscuros en los que sólo te animan
palabras cálidas y, en mi caso, algún que otro bombón de los que hicieron conmigo el
camino de ida y vuelta a un oeste de ilusiones pasajeras. Y, desde
entonces, he intentado convertir esa frase, esa filosofía, en algo positivo.
Las últimas semanas han tenido más días grises que claros para mí: el proyecto
al que dedico la mayor parte de horas de mi vigilia parece desmoronarse como un
castillo de naipes, y no precisamente por los de la base –colocados con esmero
día y noche, bien encajados- sino por la cima. Pero incluso de esos días
sombríos estoy extrayendo lecciones positivas. La primera, como decía mi amiga,
que estoy vivo. Más que nunca. En el último año y medio, desde que vine a vivir
a Madrid, he reído, he llorado, he querido, me he ilusionado, me he
decepcionado. Pero todo lo he vivido yo, como adulto, como ser independiente iniciando
un nuevo camino. Y ningún camino es fácil, ni eterno. La segunda, que no hay
días oscuros si te rodeas de personas que los iluminan. Personas que aparecen
donde menos te lo esperas: en un despacho, en una cena o en la tercera
planta de tu día a día. Y se vuelven imprescindibles, partes de ti. Y la
tercera, el valor del trabajo. Como dijo el periodista y político Marat, “no
existe el fracaso, salvo cuando dejamos de esforzarnos”. Y en ese castillo de
naipes a punto de desplomarse me he encontrado a los mejores ingenieros; a los que, hasta el final, mantendrán las cartas de la base firmes e
intactas, a base de sacrificio y convicción.
No sé dónde estaré dentro de dos meses. Lo que sí sé es que
seguiré vivo, rodeado de quienes iluminan mi día a día y a quienes intento
iluminárselo, y con el esfuerzo y la ilusión como banderas para seguir mi camino. De todo se
aprende.