23 feb 2016

La mujer borrada



Al principio la quería tal como era. Con su humor inocente, sus cejas pobladas, sus labios carnosos y sus manos alegres. La había conocido en un lugar cualquiera de una ciudad cualquiera, en el que ella brillaba con luz propia. A los pocos segundos de intercambiar miradas, ya podían oírse las sonoras carcajadas de ella y la cavernosa voz de él. El sonido lineal de la voz del hombre, como una nota musical repetida, encajaba armoniosamente con los vaivenes, los agudos y los rizos sonoros de ella. Su nombre, sus ojos, sus dientes, sus pómulos, su cabello, sus orejas, sus brazos, sus pechos; toda ella parecía hecha para completarlo a él.

Pronto se fueron a vivir juntos. Poco después la voz lineal y cavernosa del hombre dio paso a otra impetuosa y ronca. Empezaron a escucharse gritos. Y los gritos acabaron por ahogar cualquier posible carcajada de ella.

-No me gusta tu risa- le dijo un día él a ella. Desde aquel momento no volvió a escuchársele reír.
-No me gusta ese corte de pelo- musitó cabreado otro día. Y su cabello desapareció.
-No me gustan tus labios- gritó un tercer día. Y los labios rojizos de ella desaparecieron de su cara.
-No me gusta tu mirada- exclamó un cuarto día. Y los ojos negros y vivos de la mujer desaparecieron de sus cuencas.
-No me gustan tus manos, ni tus brazos, ni tu pecho- regañó entre dientes el hombre. Y la mujer se quedó sin manos, sin brazos, sin pecho.
-No quiero ver tu nariz, ni tu barriga, ni tus piernas-.Y la silueta de la mujer se fue evaporando.
-No me gusta nada de ti.

Pero ya no quedaba nada de ella. Ella había desaparecido. No había ella, ni ellos, ni risa, ni llanto, ni frío, ni calor. Se había borrado. Ya no existía.

1 feb 2016

Al final crecimos



Recuerdo una noche, hará veintidós o veintitrés años, en la que, inspirado por la mítica Pipi Calzaslargas (esa niña que se negaba a crecer), cogí dos lentejas (duras) y le dije a mi hermana que nos las tomáramos. Que eran pastillas mágicas para seguir siendo niños siempre, aunque creciéramos físicamente. A oscuras, en mi pequeña habitación del piso donde crecí, nos las tomamos.

Obviamente, no surtieron efecto. Mi hermana tiene ahora 32 años y yo casi 29. Aunque me esforzara en creer en la magia, aquellas lentejas no estaban encantadas. O quizás sí. Porque a veces me pregunto si aquel conjuro ha funcionado y sigo siendo –o queriendo ser- un niño en un cuerpo de adulto. O si, simplemente, lo que he sentido todos estos años y seguramente creeré toda la vida, es que sigo sin saber cómo ser adulto. En el colegio nos enseñaban matemáticas, lenguas, historia, ciencias naturales. Pero nadie nos dio lecciones para saber crecer. 

Nadie nos dijo que disfrutáramos de aquellos momentos porque se avecinarían otros más difíciles. Que nos tendríamos que adaptar mental y físicamente a un mundo nada fácil (pese a que vivamos en una parte de él en la que las cosas están mucho mejor que en otras). Nadie nos habló de la dificultad para hacerse un hueco en el mercado laboral; tampoco nos dijeron que tuviéramos cuidado con no hacer daño y evitar que nos lo hagan en las relaciones personales. Ni siquiera nos advirtieron de que los sueños no siempre se cumplen, y que un mismo destino puede tener cientos de carreteras. O que las personas tienen mil caras y no siempre te mostrarán las más amables.

Nadie nos enseña a hacernos mayores. Quizás porque no haya mejor forma de aprender que enfrentarnos nosotros mismos a esa constante evolución. A caer y a levantarnos, a cumplir las expectativas que la sociedad tiene en nosotros y a ocupar nuestro hueco en un mundo que se enorgullece de ser adulto. Puede que no nos enseñen, simplemente, porque el resto de la gente tampoco sabe cómo hacerlo, aunque finjan lo contrario.

Sigo sin saber si la lenteja mágica para ser siempre un niño funcionó finalmente o no. Es muy posible que el niño de aquella noche siga aquí, escribiendo ahora mismo, con el aprendizaje de estos años y frente a un horizonte en el que deberé seguir aprendiendo a actuar como el adulto que mi DNI dice que soy. Tanto conmigo mismo como con mi entorno. Quizás eso sea crecer, o sólo disimular.
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