Recuerdo una noche, hará veintidós o veintitrés años, en la
que, inspirado por la mítica Pipi Calzaslargas (esa niña que se negaba a crecer), cogí dos lentejas
(duras) y le dije a mi hermana que nos las tomáramos. Que eran pastillas mágicas para seguir siendo niños siempre, aunque creciéramos
físicamente. A oscuras, en mi pequeña habitación del piso donde crecí, nos las
tomamos.
Obviamente, no surtieron efecto. Mi hermana tiene ahora 32
años y yo casi 29. Aunque me esforzara en creer en la magia, aquellas lentejas
no estaban encantadas. O quizás sí. Porque a veces me pregunto si aquel conjuro
ha funcionado y sigo siendo –o queriendo ser- un niño en un cuerpo de adulto. O
si, simplemente, lo que he sentido todos estos años y seguramente creeré toda la vida, es que sigo sin saber cómo ser adulto. En el colegio nos
enseñaban matemáticas, lenguas, historia, ciencias naturales. Pero nadie nos dio lecciones para saber crecer.
Nadie nos dijo que disfrutáramos de aquellos momentos
porque se avecinarían otros más difíciles. Que nos tendríamos que adaptar
mental y físicamente a un mundo nada fácil (pese a que vivamos en una parte de
él en la que las cosas están mucho mejor que en otras). Nadie nos habló de la
dificultad para hacerse un hueco en el mercado laboral; tampoco nos dijeron que
tuviéramos cuidado con no hacer daño y evitar que nos lo hagan en las relaciones personales. Ni siquiera nos
advirtieron de que los sueños no siempre se cumplen, y que un mismo destino puede
tener cientos de carreteras. O que las personas tienen mil caras y no siempre
te mostrarán las más amables.
Nadie nos enseña a hacernos mayores. Quizás porque
no haya mejor forma de aprender que enfrentarnos nosotros mismos a esa
constante evolución. A caer y a levantarnos, a cumplir las expectativas que la
sociedad tiene en nosotros y a ocupar nuestro hueco en un mundo que se enorgullece
de ser adulto. Puede que no nos enseñen, simplemente, porque el resto de la gente tampoco sabe cómo hacerlo, aunque finjan lo contrario.
Sigo sin saber si la lenteja mágica para ser siempre un niño
funcionó finalmente o no. Es muy posible que el niño de aquella noche siga aquí,
escribiendo ahora mismo, con el aprendizaje de estos años y frente a un
horizonte en el que deberé seguir aprendiendo a actuar como el adulto que mi
DNI dice que soy. Tanto conmigo mismo como con mi entorno. Quizás eso sea
crecer, o sólo disimular.
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