1 feb 2016

Al final crecimos



Recuerdo una noche, hará veintidós o veintitrés años, en la que, inspirado por la mítica Pipi Calzaslargas (esa niña que se negaba a crecer), cogí dos lentejas (duras) y le dije a mi hermana que nos las tomáramos. Que eran pastillas mágicas para seguir siendo niños siempre, aunque creciéramos físicamente. A oscuras, en mi pequeña habitación del piso donde crecí, nos las tomamos.

Obviamente, no surtieron efecto. Mi hermana tiene ahora 32 años y yo casi 29. Aunque me esforzara en creer en la magia, aquellas lentejas no estaban encantadas. O quizás sí. Porque a veces me pregunto si aquel conjuro ha funcionado y sigo siendo –o queriendo ser- un niño en un cuerpo de adulto. O si, simplemente, lo que he sentido todos estos años y seguramente creeré toda la vida, es que sigo sin saber cómo ser adulto. En el colegio nos enseñaban matemáticas, lenguas, historia, ciencias naturales. Pero nadie nos dio lecciones para saber crecer. 

Nadie nos dijo que disfrutáramos de aquellos momentos porque se avecinarían otros más difíciles. Que nos tendríamos que adaptar mental y físicamente a un mundo nada fácil (pese a que vivamos en una parte de él en la que las cosas están mucho mejor que en otras). Nadie nos habló de la dificultad para hacerse un hueco en el mercado laboral; tampoco nos dijeron que tuviéramos cuidado con no hacer daño y evitar que nos lo hagan en las relaciones personales. Ni siquiera nos advirtieron de que los sueños no siempre se cumplen, y que un mismo destino puede tener cientos de carreteras. O que las personas tienen mil caras y no siempre te mostrarán las más amables.

Nadie nos enseña a hacernos mayores. Quizás porque no haya mejor forma de aprender que enfrentarnos nosotros mismos a esa constante evolución. A caer y a levantarnos, a cumplir las expectativas que la sociedad tiene en nosotros y a ocupar nuestro hueco en un mundo que se enorgullece de ser adulto. Puede que no nos enseñen, simplemente, porque el resto de la gente tampoco sabe cómo hacerlo, aunque finjan lo contrario.

Sigo sin saber si la lenteja mágica para ser siempre un niño funcionó finalmente o no. Es muy posible que el niño de aquella noche siga aquí, escribiendo ahora mismo, con el aprendizaje de estos años y frente a un horizonte en el que deberé seguir aprendiendo a actuar como el adulto que mi DNI dice que soy. Tanto conmigo mismo como con mi entorno. Quizás eso sea crecer, o sólo disimular.

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