Anoche en la estación volví a darme cuenta de la importancia que tiene saber leer en esta vida. Para muchos es simplemente una herramienta más, una capacidad para defenderse en la vida; pero para otros, se convierte en un placer.
El caso es que andaba yo ojeando las revistas y libros de la librería de Santa Justa cuando oí que alguien le preguntaba insistentemente a las dependientas sobre diferentes libros. Sobre sus tramas, sobre si eran interesantes, sobre cuál era el nuevo libro de Matilde Asensi, etc. El interrogador en cuestión era un joven de aspecto un tanto "choni", el perfil de persona que, seguramente movidos por los prejuicios, nos cuesta imaginar leyendo tranquilamente en su casa. Hasta las dependientas se sorprendieron un poco: "¿Qué es para ti?". El joven asintió y yo, que ya tenía el oído apuntando hacia su conversación (a esas horas y con ese cansancio y aburrimiento cualquier conversación ajena parece interesante) le explicó que hacía poco que había aprendido a leer. Concretamente desde que conoció a su mujer y se apuntó a clases. El primer libro que había leído era La catedral del Mar, al que le habían seguido Los pilares de la tierra (libro que lleva meses sobre mi escritorio a la espera de ser leído...) y La sombra del viento.
Sus ganas de leer me recordaron a las mías cuando todavía no sabía descifrar el alfabeto. Acababa de abrir esa ventana a un nuevo mundo que es el placer de la lectura y, seguramente, quería saciarse de todos los personajes, mundos e historias que se ha perdido en los años de analfabetismo. Les preguntó sobre el argumento de las novedades bibliográficas que tenían (a lo que las dependientas no supieron muy bien qué decirle) y siguió mirando con pasión cada uno de los libros que allí había.
Aparte de ratificar mi idea sobre lo mágico y lo importante que es leer, esa escena me dejó pensando sobre cómo en un país que se cree avanzado y moderno, en el que muchos disponemos de Internet, leemos cartas, emails, tuenties y apuntes en pocos segundos, y en el que sólo importan los grandes datos socioeconómicos, nadie había caído en la cuenta de que a estas alturas, un joven de menos de treinta años no sabía leer.
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