Acabo de leer un artículo de opinión en La Vanguardia, firmado por Miquel Molina y titulado "Finite incantatem", en el que utiliza la última película de Harry Potter para ponerla en paralelo con la juventud actual, a la que tantas veces se la ha llamado "generación perdida". No profundiza demasiado en el asunto, pero sí sirve para que uno mismo reflexione sobre lo que se suele escuchar en boca de otros: la desconfianza en las nuevas generaciones; las que no hemos vivido ni la Transición, ni la dictadura, ni mayo del 68. Nuestro país -y el mundo entero, diría yo- no atraviesa su mejor momento; y algunas personas -esas que te miran con desprecio porque vas sentado en el autobús y tienes menos de 60 años, o los que creen que su generación estuvo exenta de alcohol, vicios y rebeldía- siguen creyendo que la culpa de todo esto la tenemos los jóvenes. ¿Cuántas veces habré escuchado eso de "como los jóvenes de hoy tengan que pagarnos nuestra jubilación, mal vamos" o "¿Estos son los que van a levantar al país?"? Lo que hace falta es confianza; por algo somos la generación (o las generaciones, pues creo que en este grupo se engloba a los que tienen hasta 40 primaveras) más preparada y con más proyección. Pero para ello, como dice Molina, tienen que empujarnos y dejar valernos por nosotros mismos. Ni estudios para subrayar la decadencia del sistema educativo, ni etiquetas (como esa Ni-Ni), ni convertirnos en el falso problema.
Ahí va el artículo, por su alguien quiere leerlo:
Es habitual que los críticos consideren cada nueva película de la serie Harry Potter más oscura que la anterior, es decir, desprovista del humor y la despreocupación juvenil de las primeras entregas. Harry Potter y las reliquias de la muerte da un paso más en esa línea. Igual que en el libro de J.K. Rowling, desaparecen aquí los gags habituales y la acción se traslada más allá de las paredes de la escuela Hogwgarts, lejos de la camaradería y la complicidad adolescente. Por el contrario, el trío protagonista, Harry, Hermione y Ron, se enfrenta a retos cada vez más siniestros, con el combate final contra las fuerzas malignas insinuándose en el horizonte. Mientras algunos opinadores añoran la diversión perdida, Rowling y los realizadores que tan bien han captado el alma de sus novelas no hacen sino encaminar a sus héroes h acia el desenlace mismo de la adolescencia, cuando ya resulta imposible armonizar el mundo mágico con el tangible. El paralelismo es obvio. Pero se sugiere también un mensaje subliminal menos evidente: los jóvenes deberían poder gestionar ese desenlace a su manera, sin la tutela paterna y de sus maestros.
En el mundo ideal de Rowling, los padres, o están muertos o son muggles (no magos), así que no tienen derecho a etiquetar como ni-ni a unos vástagos que, cierto es, ni estudian ni trabajan. No hay costosos departamentos de estadística que se dediquen a constatar día tras día la decadencia del sistema educativo. Es más, a diferencia de lo que sucede con nuestros jóvenes presenciales, en la ficción nadie condena alegremente a los pupilos de Hogwarts al fracaso perpetuo sólo por estar sometidos a una educación con inspiración sesentayochista. Ni tampoco hay tertulianos que hablen de los alumnos con desprecio, como los que, al recordar que en el 2009 había en el mundo ocho millones de jóvenes parados más que antes de iniciarse la crisis (un 37% de paro juvenil en España), usan un tono despectivo que parece responsabilizar a los propios afectados del precario sistema económico que les estamos legando.
Al contrario. En el universo ideal de Rowling, un personaje como Hermione puede pronunciar un conjuro y conseguir evadirse de la memoria misma de sus padres. Dice oblidate varita en mano y se borra literalmente su rostro de todas las fotos familiares, como si nunca hubiera estado allí. Por eso a Hermione nadie la condenará a sentirse parte de una generación perdida, esa sentencia que de manera irresponsable dictamos a los jóvenes de hoy, sin valorar hasta qué punto saberse unos parias a ojos de los adultos puede empujarles a la automarginación y el nihilismo. Pero si alguno lee estas líneas –antes de que acabe la serie y la prodigiosa maga diga por última vez el conjuro finite incantatem– verá que no está todo perdido. Generación perdida es la etiqueta que asignó la escritora Gertrude Stein a una pandilla de norteamericanos desarraigados que deambulaban por la primera posguerra y que han pasado a la historia con los nombres de Hemingway, Eliot, Pound o Scott Fitzgerald.
Ahí va el artículo, por su alguien quiere leerlo:
Es habitual que los críticos consideren cada nueva película de la serie Harry Potter más oscura que la anterior, es decir, desprovista del humor y la despreocupación juvenil de las primeras entregas. Harry Potter y las reliquias de la muerte da un paso más en esa línea. Igual que en el libro de J.K. Rowling, desaparecen aquí los gags habituales y la acción se traslada más allá de las paredes de la escuela Hogwgarts, lejos de la camaradería y la complicidad adolescente. Por el contrario, el trío protagonista, Harry, Hermione y Ron, se enfrenta a retos cada vez más siniestros, con el combate final contra las fuerzas malignas insinuándose en el horizonte. Mientras algunos opinadores añoran la diversión perdida, Rowling y los realizadores que tan bien han captado el alma de sus novelas no hacen sino encaminar a sus héroes h acia el desenlace mismo de la adolescencia, cuando ya resulta imposible armonizar el mundo mágico con el tangible. El paralelismo es obvio. Pero se sugiere también un mensaje subliminal menos evidente: los jóvenes deberían poder gestionar ese desenlace a su manera, sin la tutela paterna y de sus maestros.
En el mundo ideal de Rowling, los padres, o están muertos o son muggles (no magos), así que no tienen derecho a etiquetar como ni-ni a unos vástagos que, cierto es, ni estudian ni trabajan. No hay costosos departamentos de estadística que se dediquen a constatar día tras día la decadencia del sistema educativo. Es más, a diferencia de lo que sucede con nuestros jóvenes presenciales, en la ficción nadie condena alegremente a los pupilos de Hogwarts al fracaso perpetuo sólo por estar sometidos a una educación con inspiración sesentayochista. Ni tampoco hay tertulianos que hablen de los alumnos con desprecio, como los que, al recordar que en el 2009 había en el mundo ocho millones de jóvenes parados más que antes de iniciarse la crisis (un 37% de paro juvenil en España), usan un tono despectivo que parece responsabilizar a los propios afectados del precario sistema económico que les estamos legando.
Al contrario. En el universo ideal de Rowling, un personaje como Hermione puede pronunciar un conjuro y conseguir evadirse de la memoria misma de sus padres. Dice oblidate varita en mano y se borra literalmente su rostro de todas las fotos familiares, como si nunca hubiera estado allí. Por eso a Hermione nadie la condenará a sentirse parte de una generación perdida, esa sentencia que de manera irresponsable dictamos a los jóvenes de hoy, sin valorar hasta qué punto saberse unos parias a ojos de los adultos puede empujarles a la automarginación y el nihilismo. Pero si alguno lee estas líneas –antes de que acabe la serie y la prodigiosa maga diga por última vez el conjuro finite incantatem– verá que no está todo perdido. Generación perdida es la etiqueta que asignó la escritora Gertrude Stein a una pandilla de norteamericanos desarraigados que deambulaban por la primera posguerra y que han pasado a la historia con los nombres de Hemingway, Eliot, Pound o Scott Fitzgerald.
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